El apetito emocional.

El estado emocional ,el estrés, el aburrimiento o la tristeza, condicionan la manera en que nos relacionamos con la comida, condicionan lo que comemos.

El estado de ánimo puede alterar nuestras elecciones alimentarias y viceversa: haber consumido (o dejado de consumir) determinados alimentos puede influir en el estado anímico. Distintos estudios apuntan que la tristeza, el aburrimiento o el estrés condicionan la manera en que nos relacionamos con la comida. Unas veces, lo hacen de forma obvia y evidente; y otras, de manera sutil e inconsciente. Sin embargo, estas interacciones son tan complejas, que es difícil establecer con claridad cómo es el vínculo entre emoción e ingesta, qué es consecuencia y qué es causa.

Además, no se reacciona igual ante el aburrimiento -que parece incidir en un aumento de la ingesta-, que frente a la tristeza -según los estudios, tiende a reducir nuestras ganas de comer-. A continuación se describe la relación primaria entre las emociones y la comida, cómo influye el estrés en las ganas de comer y cuáles son los sabores que provocan placer.

Las emociones y la comida

Nuestra actitud antes o después de comer es, con mucha probabilidad, la forma más habitual y explícita de la relación que existe entre la comida y el estado de ánimo. Cuando tienen hambre, muchos animales, entre ellos los humanos, tienden a estar agitados, en alerta, e incluso, irritables, ya que esta condición estimula y fomenta la búsqueda de alimento. Una vez más, nuestros genes ancestrales recobran protagonismo.

En cambio, después de una comida que nos sacia, los nutrientes absorbidos llegan al cerebro: a través del sistema nervioso se genera una sensación de calma, un estado letárgico en el que el humor tiene más probabilidades de ser positivo que negativo.

No ocurre lo mismo siempre, eso sí. Las emociones son de tristeza, vergüenza o ansiedad después de haber consumido un alimento que no debíamos, que sabemos que no es sano o que no forma parte de nuestro plan alimentario para perder peso. Y es que en alimentación nunca hay blancos y negros. Si además se relaciona con la compleja psicología humana, la gama de colores se amplía de forma exponencial.

El estrés y las ganas de comer

El estrés afecta a la salud de manera directa a través de múltiples procesos fisiológicos, pero también es capaz de cambiar comportamientos que se relacionan con la salud, como la selección y la ingesta de alimentos. Los estudios indican que la mayoría de las personas experimentan cambios en la conducta alimentaria en respuesta a una situación de estrés. Sin embargo, esta respuesta no es la misma en todos los individuos. Es más, puede ser la opuesta.

Un trabajo publicado en la revista científica Appetite calculó, a partir de datos de varias investigaciones, que mientras un 30% de los sujetos estudiados manifestaron un aumento en su apetito, casi un 50% revelaron una disminución de las ganas de comer. Estos efectos parecen ser distintos en función del tipo de persona que siente estrés: quienes restringen la ingesta de manera habitual suelen responder con más apetito y ganas de comer que quienes no la limitan de forma cotidiana.

Los sabores que provocan placer

La sensación placentera asociada al sabor dulce es innata, mientras que el amargo y el picante se rechazan de forma natural por los bebés. Varios estudios así lo han demostrado al analizar las expresiones faciales de recién nacidos a quienes se les administraron líquidos con sabores dulces o amargos. Sus muestras de goce al beber el líquido con azúcar contrastan con expresiones que los investigadores asocian a emociones negativas y que coinciden con el momento de probar el sabor amargo.

Sin embargo, cuando las personas son mayores, las expectativas y predicciones acerca de las reacciones a la comida están muy influenciadas por las experiencias previas. Las reacciones frente a un alimento tienen mucho que ver con qué ha pasado las anteriores veces que lo hemos consumido, pero también con lo que esperamos de ese consumo o cómo afecta este alimento a otras personas.

Algunos estudios han comprobado que al consumir bebidas que contenían agua con edulcorantes no calóricos, tipo sacarina o aspartamo (sin azúcar, solo con sabor dulce) y con diferentes grados de dulzor, se detectaban mayores subidas de glucosa sanguínea tras haber consumido la bebida con el sabor más dulce. Esto lleva a pensar que, si bien el sabor dulce puede gustar de forma innata, también puede verse afectado por lo que esperamos de él al consumirlo.

Tenemos que aprender a minimizar al estrés y controlar las emociones para que nuestra relación con la comida sea lo más saludable posible.

Fuente: Eroski Consumer.

Amparo Fernandez
a.fernandez@novadiet.es